La Ley del Viento
Luque, Juan
La Ley del Viento
JUAN LUQUE, DE FAROS Y OTRAS SOLEDADES
Amalia García Rubí
Hace tiempo que Juan Luque se decantó por la realidad como vía de reflexión pictórica y no como rígida especialidad escolástica. Pudiera ser que en ello hayan influido circunstancias de tipo coyuntural que relacionan a Luque con aquellos artistas formados en la reacción figurativa surgida durante los años noventa como respuesta a la vorágine de neoexpresionismos de la década inmediatamente anterior. Es lícito también pensar en cierta continuidad natural, casi inconsciente, dentro de una “tradición” eminentemente realista que en Andalucía y Levante posee especial arraigo en el marco de la pintura contemporánea desde los años sesenta hasta nuestros días (desde Laffon a Sicre o al propio Luque, por citar algunos ejemplos). Pero fuera de localismos históricos más o menos verídicos, cabe preguntarse qué pertinaz latido empuja al pintor hacia un tipo de representación sustraída de realidades concretas como estas de los faros marítimos y siempre afines a cierto aliento melancólico por lo que en ellas hay de sabor a vetustez, herrumbre y olvido. Un ritual emotivo-intelectual que en las últimas series se invoca con especial intensidad, sintonizando la idea inicial con el empuje instintivo hacia una dirección que en ocasiones se puede desdoblar en dos o tres sendas alternativas. El faro y sus múltiples tipologías y edades concuerda a la perfección con esa innata curiosidad estética de Juan Luque por determinadas cosas del pasado como le ocurrió anteriormente con las carpas de circo (otro recurso plástico cargado de triste literatura). Las formas, colores y texturas que le ofrecen tales iconos intensifican la presencia añorante del objeto en una suerte de persistencia de la memoria (La paciencia del óxido, New End). La imagen desvaída y áspera de lo gastado por el paso del tiempo se logra mediante una factura pictoricista que deja ver la mano del artista sobre la tela si acertamos a desvelar las superficies del cuadro arañadas, arrastradas accidentalmente por la cuchilla, el trapo o el pincel; colores intermedios para los planos genéricos salpicados de tonos fuertes y contrastados en los detalles componen los secretos alquímicos de este magnífico juego de luces, contraluces y reflejos fríos creando un conjunto de atmósferas tenues de donde afloran, fundiéndose con el espacio, los motivos decadentes.
Hay una nota poética perdurable en estos paisajes costeros de playas, acantilados y cabos salpicados de tan variedad de torres guía estratégicamente dispuestas por la mano del hombre como la hubo también en su día en las cruces de los caminos y montes alsacianos que pintaba Friedrich. A menudo nos asalta la tentación de comparar los trabajos de Luque con un romanticismo más turneriano que germánico por lo tormentoso de sus brumas y el ulular de sus céfiros que encrespan el mar (véanse algunos ejemplos que conforman la miniserie El azote del viento), pero pronto caemos en la cuenta de las distancias de época existentes tanto en la forma cuanto en el principio de concepción del cuadro sustentado en el caso de nuestro pintor en un decidido “antihistoricismo” cuyo lenguaje contemporáneo se debate entre la realidad pintada y la realidad sugerida por el recuerdo vago e incólume de la infancia.
Cada uno de los cuadros pintados por Juan nos acerca un poco más a esa propuesta del artista de internarse sin miedo en las soledades que nos pertenecen como individuos y que, contrariamente a lo pensado, nos pueden llegar a arrullar con sus voces sin poner condición alguna a todas las debilidades y miserias que acarreamos. Lugares no queridos por lo inhóspito de sus topografías y rigurosidad climática pueden convertirse en el último refugio para nuestra ansiada libertad. Una inquietud que nos asalta al contemplar estos cuadros últimos del pintor es la desazón del límite, de la línea fronteriza implícita en el vestigio aislado de arquitecturas fabriles o de ingeniería, cuando se hallan al borde de un ámbito natural remoto e inaccesible. Este desasosiego indescriptible nos lleva a cuestionar aquello que ya Hopper entendía como extrañas presencias fantasmagóricas de significados ambivalentes por lo común de su apariencia y lo hermético de su naturaleza interior. Lo cierto es que entre la pintura Colina del faro, de 1927 de Edward Hopper y algunas obras de Juan Luque como la titulada Horizonte para un faro, el camino, de 2011, pudieran existir más similitudes que las meramente nominales, sin que por ello se hayan de buscar paralelismos de estilo a pesar de la empatía entre recursos representativos y compositivos más que contrastables. Por otro lado, el elemento sorpresa provocado por la mole de hormigón al final del camino o en lo alto de la loma, la tensión que emana de su silueta cilíndrica rotundamente vertical en el horizonte abierto, el silencio que envuelve el escenario acentuado por la planicie de la pradera en Hopper y por la llanura nevada en Luque, nos conmina a pensar en la humanización de lo inanimado, en esa sensación de amenaza, de condena al abandono frente al mundo que metafóricamente nos recuerda la presencia de estos hitos de la civilización disfrazados de objetos parlantes. Trasciende así lo puramente emblemático del elemento-faro para suscitar su representación subjetiva otras palpitaciones vitales menos tangibles, pero no por ello menos certeras. Llegados a este punto, cabría afirmar que la tendencia romántico-existencial de Juan hacia aquello que es y no alcanzamos a ver del todo aunque nos empeñemos en descubrir lo que encierra en su interior, lleva al artista a concebir la existencia en términos de incertidumbre, una especie de encrucijada infinita, de eterno retorno al punto de partida como la órbita que describe el faro en su incesante movimiento giratorio, como la pista esférica que recorre una y otra vez el volatinero en su monociclo circense.
Cuánto hay de todo lo antedicho en las series pictóricas que Juan Luque ha dedicado últimamente a los faros y que, huelga decir, se ha convertido en un idilio enormemente fructífero para ambos, es una cuestión sólo en parte relevante. Lo que realmente importa es el peso específico de una obra que además de suscitar ideas que llevan a otras en un encadenado de eslabones intrigantes, nos envuelve con su magnetismo, resultando ser mucho más que un paisaje de belleza incuestionable.
Por último mencionar el carácter simbólico del faro a lo largo de la historia desde la Antigüedad (el poder esotérico del Faro de Alejandría), hasta el siglo XX (los faros metafísicos de Giorgio de Chirico en obras como La nostalgia infinita, de 1913); así como también el aire misterioso y legendario que encierran estos gigantes ciclópeos, guardianes sabedores de su encantamiento. El faro, los faros de Juan Luque son el último bastión fronterizo del mundo conocido (finis terrae), más allá sólo alcanzamos a ver la negrura de un mar empeñado en batirse en duelo permanente contra sus muros.
Marzo, 2012