Ureña, Joaquín
Ureña, Joaquín
Ureña, Joaquín
VIAJE AL CENTRO DE LAS COSAS
En la última ceremonia de entrega de los premios Nobel en Estocolmo, el académico sueco, Kjell Espmark definió la obra de su amigo el poeta laureado Tomas Tranströmer como “un viaje al centro de las cosas”. Reparo en este titular de la prensa dominical una fría mañana del mes de diciembre sentado ante el ordenador que guarda el texto, reciente y en proceso, que estoy redactando sobre la obra del pintor Joaquín Ureña. Dice una frase taoísta, que llamamos casualidad a todo aquello cuyas causas no comprendemos, lo que no significa que no existan. Ese “incansable viaje al centro de las cosas” del poeta sueco condensa en medidas palabras las reflexiones que he ido acumulando durante mi inmersión en las últimas obras de Ureña, en un escenario que, a primera vista, en una ojeada superficial, pudiera parecer claustrofóbico pero que se abre ante el ojo atento y escrutador como repleto de invitaciones e incitaciones a un viaje interior de cercanías en el que lo cotidiano emana vibraciones inéditas y la repetición, la serie, desentraña la vida secreta de los objetos vivificados, desvelados por la pupila insomne y obsesiva del artista.
Privados de sol, bajo la luz artificial de lámparas y flexos, paisajes objetuales, muebles, libros, herramientas y ocasionales vistas desde la terraza de un entorno urbano deshumanizado bajo el reflejo de farolas y semáforos, inmensidad cercana, misterios disfrazados bajo una pátina de cotidianidad, enigmas que se esconden en los rincones que Joaquín Ureña revela con determinación y pulso, ánima de lo inanimado, lo vivo es lo pintado. El artista desaparecido impregna cada ángulo de su obra. No está, pero es, acaba de irse, se perciben los rastros de su paso, la configuración minuciosa de su entorno nos descubre su personalidad agazapada, lo impersonal es solo un trampantojo, una veladura que se diluye en la contemplación. “El grado sumo del saber es contemplar el porqué”, dicen que dijo Sócrates. Leo la frase en el suplemento dominical del mismo periódico en esta neblinosa mañana de casualidades que ilumina en la grisalla de mi ordenador la obra de Joaquín Ureña. El universo se refleja en un grano de arena, en una gota de agua. El mundo inabarcable y mínimo del artista se despliega en un discreto experimento alquímico, en un sencillo ejercicio de profunda y placentera complejidad más allá del tiempo y del espacio, donde todo es lo que parece y nada parece lo que es.
MONCHO ALPUENTE